Eran costumbre los apagones; dos, tres, cuatro o cinco horas, ya se asociaba con “normalidad”. Para esa época, ni mi mamá ni yo contábamos con teléfonos inteligentes, por tanto, nos enteramos mediante mensajes de texto que no fue un corte cualquiera, sino un apagón nacional. Recuerdo llamar a mis compañeros de clases y preguntarles qué podíamos hacer para prepararnos para las evaluaciones del día siguiente.
Era el olor de los cartones quemados para aplacar los zancudos, las linternas de vecinos intentando aplacar la oscuridad inminente y las risas de algunos tratando de aplacar la incertidumbre mediante conversaciones sobre lo que podría estar ocurriendo. Fue amanecer y caminar grandes trechos de distancia por la falta de transporte público ante la situación, sacar mazos de cartas y jugar, mover los colchones hacia los pasillos y cerrar los ojos por cortos minutos. Para la Albany de 14 años, fue un momento de unión y solidaridad, de notar, frente a la poca conciencia ciudadana que tenía en el momento, como la solución solo podía ser transmitida en respuestas cortas.