En Maracaibo, ese día parecía ser uno de los tantos apagones que vivíamos. Regresaba de la tienda cuando escuché las quejas de los vecinos: “¡Ay, se fue la luz!”. Al pasar, pregunté: “¿Otra vez?”. Y me respondieron con un total desánimo. Llegué a mi casa y nos percatamos de que ni señal telefónica teníamos. Era un poco raro, pero en un plazo de 4 horas, los vecinos se reunieron para compartir rumores. Decían: “Son varios estados”, “Parece que no es racionamiento”. La falta de comunicación causaba desesperación. Mi mamá acostumbra siempre hablar con mi abuela y ese día no pudo. Desde entonces, el entorno no fue agradable. La primera noche dormimos dentro de la casa, creyendo que regresaría en la madrugada, y no fue así. Cuando amaneció, ya el segundo día, algunos familiares o vecinos que habían viajado y regresaban mencionaron que fue en todo el país. Se creó un poco de rechazo a la idea de que en todo un país se iría la electricidad y ni siquiera podríamos saberlo. Esa tarde llegó la señal telefónica. Ya los teléfonos, un poco descargados, lograron contactar a mi abuela y, efectivamente, estábamos pasando por el “apagón nacional”. Y aunque la mayoría no perdía la fe en que llegaría ese mismo día, se hizo tarde y volvimos a descansar con un poco de esperanzas, pero la madrugada del tercer día no llegó. Mi mamá intentó hacer todas las carnes que teníamos ese día. Los teléfonos, ya descargados, y la señal regresaba solo dos horas diarias y aceptamos que “esto va pa’ rato”. Así que, ya no aguantando el característico clima del Zulia, tomamos acción y sacamos un colchón con un mosquitero que un amable amigo nos prestó, haciendo la instalación en el porche de la casa y limpiar muy bien, pasamos la primera noche afuera. Pero durante el día ya no se podía tomar agua tan caliente y los teléfonos ya no encendían. No teníamos que comer más que arroz con mantequilla, pero los vecinos nos avisaron que iban a vender todo a mitad de precio en el centro del pueblo, absolutamente todo, o quizás hasta más económico, y nos fuimos la mayoría a comprar. Fueron colas y colas, los comercios olían terrible, pero igual no podíamos llevar mucho. Al llegar a casa, mi mamá hizo la mayoría de las cosas que compramos, pero dejó algunas. El tercer día logramos cargar los teléfonos porque un amigo nos visitó y su carro nos prestó para cargarlos. Así nos comunicamos y, por mis tíos en el exterior del país, nos mandaron la noticia y todo era aún más caos. Antes del anochecer, hicimos “mechurrios” caseros para no pasar la noche tan oscura. La mañana del cuarto día buscamos resolver tomar agua fría y fuimos a comprar hielo en una empresa pesquera muy popular en el pueblo y muy grande, que contaba con una planta eléctrica que se escuchaba hasta mi casa. Pero cuando llegamos allá, habían más personas en la entrada, pero un grupo de tres chicos que trabajan ahí, un poco asustados, pedían las embases para darnos el hielo. Ni siquiera les permitían abrir esa puerta, lo hicieron mientras estaban encima del portón. Nosotras íbamos por hielo para preservar algunos alimentos y tomar un poco de agua fría, pero muchas personas iban porque debían mantener medicamentos en una temperatura fría, o por lo menos no tan caliente. Los chicos regalaron el hielo, no aceptaron el dinero, y a nosotras nos dieron dos. Pero vimos a una señora llorar de lo agradecida que estaba por el hielo que le dimos uno de los nuestros. Ni la conocíamos, pero nos abrazó, nos dijo que era para medicamentos. Entonces, nos apuramos en llegar, lo intentamos preservar con sal también, pero no duró mucho. Se hizo tarde y dormir en un colchón mi mamá y yo no era tan cómodo. Entre muchos objetos encontramos una carpa (sí, de esas para acampar), la armamos y metimos dos colchones ahí. Teníamos suficiente espacio. Escuchamos que ya estaban trabajando en lo que falló y causó eso, así que logramos tener paz. El quinto día escuchamos que estaba regresando en algunas partes, pero esa tarde aún no llegaban. Fuimos en busca de más hielo, pero al “terminal de pasajeros”, que también es un muelle y llegaban las cavas y regalaban “escarcha”, era frío, así que nos servía. Los otros dos días (porque en mi región duró 7 días en llegar) nos habíamos acostumbrado a esa rutina. Leí más de lo que pensé que podría y descubrí libros muy buenos del librero de mi casa y limpiamos más de lo que se hacía. También pasábamos la tarde en el frente de la casa y entre los vecinos nos visitábamos, aunque sea para compartir un poco de café. Los muchachos jugábamos UNO, los adultos dominó. Fueron días difíciles, pero como dice mi mamá: “los venezolanos no sabemos estar tristes”.
Mantente informado suscribiéndote a nuestra lista de correo

