Víctor Segovia

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    Víctor Segovia
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    El 7 de marzo: Cuando la oscuridad cayó sobre nosotros

    Era una mañana como cualquier otra. El sol amanecía sin prisa, bañando mi hogar con una luz que, en ese momento, parecía eterna. Me levanté para cumplir con mis rutinas, como todos los días: visitar a mi mamá, asegurarme de que mi familia también estuviera ocupada con las suyas. Nunca sospeché que ese día marcaría el inicio de algo mucho más grande, un desafío que pondría a prueba no solo a mi familia, sino a un país entero.Al principio, el apagón no nos inquietó. Ya estábamos acostumbrados a los cortes eléctricos frecuentes. Pero cuando pasaron 24 horas y los rumores de un “apagón nacional” comenzaron a circular, el aire se llenó de incertidumbre.
    Nuestros teléfonos pronto se convirtieron en reliquias inútiles, agotados y sin manera de recargarlos. La comunicación desapareció, y el miedo comenzó a arraigarse. Los días pasaban lentamente, y la realidad nos golpeó con fuerza: los negocios cerraron por temor a saqueos, y nuestras provisiones en casa eran insuficientes para sobrevivir. La desesperación rondaba en cada esquina de mi comunidad, pero algo inesperado también surgió entre la penumbra: solidaridad.
    Las cercas que alguna vez dividieron se convirtieron en puntos de encuentro. Compartíamos lo poco que teníamos: una bolsa de arroz, un puñado de café. En los porches y bajo las matas de los árboles, la comunidad comenzó a renacer. Las botellas de refresco rellenas de agua y envueltas en toallas húmedas colgaban de las ramas, un intento por preservar algo de frescura en medio del calor. Algunos vecinos conservaron lo poco que les quedaba de alimento añadiendo sal para que no se echara a perder. La escasez de agua se sumaba a la falta de luz, complicando aún más nuestra existencia, pero también mostrándonos nuestra resiliencia.

    Las miradas de mis padres lo decían todo: una mezcla de preocupación y tristeza por no saber cómo íbamos a sustentarnos. Aunque había algo de dinero en la cuenta, era inútil. La falta de señal nos había dejado aislados, prisioneros de nuestra propia impotencia.La tensión en la comunidad alcanzó su punto de quiebre al tercer día. Los gritos de desesperación rompieron el silencio cuando un grupo de personas, impulsadas por el hambre y el miedo, irrumpió en la panadería cercana. Desde mi ventana, podía ver cómo los vidrios estallaban en mil pedazos, mientras una marea humana se abalanzaba sobre todo lo que encontraba: alimentos, bebidas, incluso electrodomésticos. Me llenó de horror descubrir que el primer saqueador había sido,irónicamente, el policía de la comunidad, llevándose consigo una nevera y una unidad de aire acondicionado.
    Mi cuerpo temblaba mientras corría al cuarto, buscando refugio en el rincón más oscuro. Lloraba desconsoladamente, con el corazón oprimido por el terror de que las fuerzas oficiales respondieran con violencia indiscriminada. Afuera, el caos crecía; los gritos y el estruendo me hacían sentir que el mundo se desmoronaba. Era doloroso mirar cómo nuestra comunidad, un lugar lleno de vida y unión, se desvanecía entre la desesperación.
    Cerca de mi casa, el hambre era un visitante ineludible. Había hogares donde los alimentos se habían agotado por completo, y lo poco que algunos tenían era racionado con sumo cuidado. Muchos niños corrían hacia una mata de mango, buscando en su fruto un alivio momentáneo. Mientras tanto, un comerciante cercano, movido tanto por compasión como por necesidad, ofreció un trato peculiar: entregaba artículos esenciales a quienes dejaran algo de valor como garantía. Cadenas de oro, televisores, celulares, incluso cédulas de identidad eran intercambiadas por paquetes de alimentos, todo bajo la promesa de que, cuando la electricidad regresara, se saldaría la deuda y los objetos serían devueltos.Era una escena que combinaba lo peor y lo mejor de la humanidad: el egoísmo y el saqueo enfrentados a la generosidad y la solidaridad.

    Un freezer, un símbolo de esperanza

    En medio de la incertidumbre, surgió en nuestra un rumor que en mi casa hay un freezer con suficiente hielo para guardar agua. En cuestión de horas, empezaron a tocar la puerta personas que jamás habíamos visto o que apenas habían cruzado palabra con nosotros antes. Pedían el favor de almacenar sus alimentos o botellas de agua, y aunque la situación era un tanto cómica, también se convirtió en una fuente de gratificación para nosotros. No había electricidad, ni recursos, pero esa humilde máquina se transformó en un punto de unión. Sin decir una palabra, el freezer, con sus silenciosos cubos de hielo, nos enseñó algo poderoso: incluso los actos más pequeños pueden significar mucho en tiempos de crisis.
    Eventualmente, la electricidad empezó a regresar, primero a sectores lejanos. Escuchábamos rumores de luces que volvían solo para apagarse minutos después. Cuando finalmente llegó a nuestra comunidad, lo celebramos como un respiro largamente esperado, aunque la alegría duró poco. En cuestión de minutos, la luz volvió a irse, y la espera continuó hasta el día siguiente, cuando por fin el servicio se restableció de manera más constante.
    Desde entonces, cada vez que llega este mes, sentimos el eco de aquella experiencia. Muchos lo llaman “el mes que nos trata con violencia,” pero para mí, también es un recordatorio de nuestra fortaleza. Porque a pesar del miedo, la desesperación y la penumbra, demostramos que, en los momentos más oscuros, la humanidad tiene una forma de brillar.

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