Solo le queda el recuerdo de lo que quiso

José Marcano Carpintero | Curso: Comenzar a contar(Nos)

 

Vive en una casa enorme en Las Piedras de Cocollar, un pueblo del sur del estado Sucre, en el oriente venezolano, donde quería envejecer junto a sus familiares. Pero, con el paso del tiempo, algunos murieron y otros migraron: Albina de Lourdes Marcano, de 74 años, se fue quedando sola. José Marcano Carpintero, su sobrino, cuenta en esta historia cómo su tía ha ido aceptando su destino. 

ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN

Cuando la tía Lula despierta, el reloj en la mesita de noche marca las 4:45 de la mañana. De inmediato, se sienta en la cama y comienza a orar. Afuera se escucha el canto de los gallos. Antes de salir del cuarto, se cubre con un abrigo grueso, porque el frío —hace unos 15 grados— no le sienta bien: hace que le duelan más los huesos. 

Va a la cocina y monta la ollita con agua para hacer café. Mientras espera que el agua hierva, lava los corotos. Los ruidos que producen los utensilios suenan remarcados por el eco y el silencio de la casa vacía donde vive, en Las Piedras de Cocollar, municipio Montes, en el sur del estado Sucre. Empieza a preparar su desayuno en un fogón de leña que está en el patio sobre una gran piedra y bajo una enramada. Al amasar la harina para preparar su arepa, recuerda que es 1ro de marzo de 2022.

La fecha de su cumpleaños número 74. 

Años atrás, un día como ese habría iniciado con la algarabía de los nietos que vivían con ella, a quienes la tía Lula les preparaba el desayuno para que no se fuesen con el estómago vacío a sus clases. Ellos la hubieran felicitado con abrazos efusivos y hasta le habrían preparado una torta. El recuerdo de los nietos le produce nostalgia al punto de que deja escapar unas lágrimas.

No es un sentimiento nuevo.

Hace ya varios años que la tía Lula comenzó a quedarse sola. 

Albina de Lourdes Marcano —o Lula, como la conocen todos— es la hermana menor de mi madre y la tercera hija de mi abuela María Dolores Marcano. Es la única que sobrevive de las cuatro. La tía Lula siempre ha sido muy cariñosa conmigo. La quiero y la respeto mucho. Viví con ella cuando a los 15 años me mudé de Las Piedras de Cocollar a Cumaná para terminar el bachillerato. 

La tía Lula vivía en una casa alquilada y allí me recibió, como si fuese uno más de sus hijos. Unos años antes, ella también se había ido a estudiar a Cumaná para ser secretaria ejecutiva, y luego consiguió trabajo en el Hospital Universitario Antonio Patricio de Alcalá. Al jubilarse del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social en 1995, después de más de 40 años, decidió volver a la casa materna en Las Piedras de Cocollar.

Desde entonces, se dedicó al cuidado de cuatro nietos, hijos de José Eduardo, su hijo menor. Mi primo siempre ha sido motivo de preocupaciones para tía: era distante y, siendo muy joven, estuvo preso. Hacía negocios poco rentables con gente de dudosa reputación. Paradójicamente, Richard José, el mayor, era policía. Estudió, hizo una carrera, se casó y formó una familia. Él estaba muy pendiente de mi tía Lula, la visitaba de tanto en tanto. 

Un día de octubre de 2014, cuando Richard José regresaba casi a medianoche de cumplir una guardia en la comandancia de policía del municipio Maturín, estado Monagas, le cayeron a tiros llegando a su casa. Los médicos lograron arrebatárselo a la muerte, pero quedó cuadripléjico. Al tiempo, la esposa lo abandonó y con ella se fueron los tres hijos del matrimonio.

La tía Lula se llevó a Richard José a Las Piedras de Cocollar y, desde entonces, a pesar de los dolores por la artrosis que venía padeciendo desde hacía unos años, dedicó su vida a cuidarlo. En agosto de 2019 el estado de salud de su hijo, de 46 años, se había deteriorado mucho. Y murió allí, a su lado. 

No solo porque fuese su hijo, sino también porque la relación entre ellos era de un profundo afecto, en la familia pensamos que la tía Lula no lo resistiría. Desde el año anterior, había comenzado a quedarse sola: los nietos que ella crió empezaron a migrar. 

Un día de enero de 2020, antes de las 5:00 de la mañana, la tía Lula estaba en pie a pesar del frío y del dolor de sus articulaciones. Fue hasta el cuarto de las nietas. Llamó a Keyder, la menor. Le preparó el desayuno, le echó la bendición y la acompañó hasta la puerta, donde la despidió en medio de lágrimas y con un largo abrazo. La muchacha —que hasta la semana anterior había estado estudiando el 4to año de bachillerato— iba a encontrarse con su hermana en Manaos, Brasil.

Era la última de las nietas que quedaba en casa con ella.

Los primeros días de octubre de 2021 la tía Lula vino a Cumaná, donde vivo con mi familia. Había estado encerrada y sola debido al confinamiento por la pandemia de covid-19. Una misión la trajo a ponerse la segunda dosis de la vacuna contra el coronavirus. El día anterior, me llamó para decirme que vendría y acordamos encontrarnos en el centro de vacunación. 

La vi bajarse del bus con dificultad para sostenerse. Luego caminó con paso lento pero seguro hacia la fila de la tercera edad. Aunque tiene un bastón, no le gusta usarlo, menos aún para salir a la calle.

Hablaba bajito, pero la noté de buen ánimo. Teníamos casi dos años sin vernos. Nos pusimos al día. Recordamos a mi mamá, a la abuela con sus dichos y también a Richard. Me habló de la casa, de las matas de cala y de café. Pero sobre todo, me habló de la falta que le hacían los nietos. 

Tenía la espalda encorvada y la frente surcada por las arrugas. Sus manos ya no parecen las de una secretaria ejecutiva: los nudos en las articulaciones, por la artrosis, cambiaron su aspecto. 

Me contó que ha tenido muchos dolores en las caderas y las piernas. Desde 2019, no ha asistido al control médico para el seguimiento de la artrosis, y siente que la enfermedad avanza. Los analgésicos comunes ya no la alivian. Necesita hacerse una densitometría ósea, una mamografía y exámenes de rutina. Tiene que pagar en una clínica, porque en el colapsado sistema de salud pública de Cumaná o Maturín no los hacen. Pero necesita 200 dólares que no tiene. 

—Si mi hijo estuviera vivo, ya me habría hecho todo por el seguro —dijo, y los ojos se le pusieron brillosos. 

La tía Lula no tiene otro medio de sostén que su pensión de jubilada como funcionaria de carrera certificada por 34 años de servicio. Pero ese monto apenas le alcanza para comprar algo de comida y unas pocas pastillas de losartán, omeprazol y diclofenac. Para comprar la comida, acude a mí y a Francisco, un primo suyo que vive en Caracas. 

Sus nietos que migraron no la ayudan.

Ha dejado de tomar los suplementos de calcio y las inyecciones de complejo B, porque son los más costosos; necesita unos 60 dólares al mes para comprarlos. A veces Maicol, el hijo de un amigo de la familia, se los envía desde el estado Táchira.

Tras una hora conversando, me echó la bendición y nos despedimos. 

Desde la acera la vi subirse al bus otra vez con dificultad.

Sentí pesar. 

—Me estoy quedando sola, hijo. Únicamente los tengo a ustedes —me dijo por teléfono una mañana a inicios de diciembre de 2021. Noté que estaba nostálgica. Supuse que era por la Navidad que estaba por llegar. 

Todos los días, cuando la señal telefónica se lo permite, me llama para saber cómo estamos mi esposa y yo, para que le cuente de mi hermano, o para cualquier cosa. Me habla de los nietos en la diáspora, y de Fabricio, el primer biznieto, al que apenas pudo cargar por 11 meses porque también migró.

Pienso que me llama para mitigar un poco esa sensación de soledad que se apodera de ella en esa enorme casa que ella misma hizo construir para que viviésemos todos, y en cuyo centro tiene una enorme piedra cubierta con el concreto del piso. Así que siempre atiendo el teléfono y la escucho atento: es lo mínimo que puedo hacer por ella.

—¿Qué te parece, mijo? Me quieren empaquetar para Brasil… como si fuera un bacalao. ¡Pero no! El que quiera verme, que venga para acá. De aquí nadie me saca —me dijo unas dos semanas después.

Se le oía muy segura, determinada. 

Una de las nietas que migró le propuso llevársela a pasar una temporada con ella. La tía Lula le dijo que no quería hacer un viaje tan largo y lejos de su casa. Que sus huesos no iban a soportar tanto trajín. Que lo que iban a gastar en pasajes se lo podían dar a ella para las medicinas y los exámenes.

Me contó que quería llevar flores a las tumbas de Martha y Dellys, dos de sus primas, a las que más quería, que murieron en 2021. Quería llevarles de las calas, las orquídeas y los helechos que heredó de la abuela, y que ella sigue cuidando y cultivando. Pero no ha ido al cementerio desde hace tres años, cuando acostumbraba hacerlo cada domingo. No le gustaba recorrer los 3 kilómetros de distancia ella sola; además, sentía que no tenía la resistencia para hacer el recorrido hasta allá. 

Mediados de marzo de 2022. Una tenue lluvia cae sobre Las Piedras de Cocollar desde la mañana. Avanza la tarde. La tía Lula ha pasado el día dentro de la casa. Hizo los oficios temprano, pero la lluvia no la dejó salir a cocinar. Sobre la mesa del comedor ha extendido 2 kilos de café en granos. Es parte de la poca cosecha que ella misma recogió en diciembre pasado. Cuando las nietas estaban pequeñas, ayudaban a escoger: alrededor de esa mesa grande se sentaban con ella, cantaban, contaban chistes, conversaban. Hoy en la mesa solo está la tía Lula. Va sacando las brozas y escogiendo grano a grano para luego tostarlos. Las manos endurecidas por la artrosis van y vienen sobre la mesa con agilidad. Apenas el rumor del viento y el sonido del agua sobre el techo le hacen compañía. 

Así pasa el tiempo. Sabe que allí, dentro esas cuatro paredes, solo le quedan su nostalgia y los recuerdos de los que quiso y ya no están. Sin embargo, no está dispuesta a irse a ninguna parte: ha ido aprendiendo a aceptar la vida que le tocó por destino. Espera que así sea hasta el último de sus días. 

Esta historia fue desarrollada en el taller “Comenzar a contar(Nos)”, impartido por nuestro editor senior Erick Lezama, a través de la plataforma El Aula e-nos, en el 4to año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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Soy profesor universitario y locutor; cumanés por adopción. Creo en la palabra dicha y en la conversación franca. Estoy plenamente convencido del valor que tiene el contar historias para la educación y la cultura de los pueblos.

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